Grupo Editorial AJEC nos ofrece un adelanto de una de sus próximas novedades, "Tocando Fondo", una novela de ciencia ficción ambientada en un futuro no tan lejano que usa la sátira para criticar aspectos de nuestra sociedad
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En un futuro cercano, dónde la muerte, la pobreza y el trabajo han sido abolidos en la todopoderosa Sociedad Bitchun, Jules ve realizado el sueño de su infancia de vivir y trabajar en Disney World, junto a la adhocracia que controla el Reino Mágico. Pero la tranquila vida de Jules y los suyos se ve alterada por la llegada de un nuevo grupo de adhócratas que ponen en peligro la pureza y estabilidad de todo Disney World. Y cuándo el propio Jules es asesinado por un desconocido, comienza la verdadera lucha por el control del Reino Mágico.
"¡Es vivaz y burbujeante! Con sus acrobacias rompe el molde. ¡La ciencia ficción necesita a Cory Doctorow!" Bruce Sterling.
"Cory Doctorow es el más interesante de los nuevos escritores de CF que hemos tenido en años. Él empieza dónde la especulación de los viejos escritores termina" Rudy Rucker.
"Cory Doctorow es uno de nuestros mejores nuevos escritores: inteligente, atrevido, erudito, entretenido, ambicioso" Gardner Dozois.
Ficha Tecnica:
Título: Tocando Fondo Autor: Cory Doctorow Título original: Down and out in the Magic Kingdom (2003) Traductor: Ramón G. Del Agua Prólogo: Javier Candeiras Portada: J.J. Fez 174 páginas 11.95 euros ISBN: 8496013162
PRÓLOGO
En mi larga vida he llegado a ver la cura para la muerte y el ascenso de la Sociedad Bitchun; he tenido tiempo de aprender diez idiomas, de componer tres sinfonías y de realizar el sueño de mi infancia de establecerme en Disney World; he visto el fin de los centros de trabajo, y aún del trabajo mismo. Sin embargo, nunca pensé que viviría lo suficiente como para ver el día en el que el Incombustible Dan decidió cabecear hasta la muerte entrópica del Universo. Dan estaba en su segundo o tercer rejuvenecimiento cuando lo conocí, en algún momento a finales del XXI. Era un vaquero alto y delgaducho que aparentaba unos 25 años, con marcadas patas de gallo y el cuello curtido al sol; llevaba unas botas desgastadas que parecían inconmensurablemente cómodas. Yo estaba a mitad de la Tesis de Química de mi cuarto doctorado, y él estaba tomándose un respiro de Salvar el Mundo, relajándose en el campus de Toronto y recogiendo datos para alguna pobre especialización en Antropología. Nos encontramos en la Unión de Estudiantes de Postgrado —la UEP, o Yep para los más familiarizados- en un concurrido y primaveral viernes noche. Yo estaba metido en medio de una lenta batalla para conseguir un taburete en el desvencijado bar, avanzando centímetro a centímetro a capricho de la masa de cuerpos que me rodeaba; él estaba aposentado en uno de los pocos asientos, cercado por una montaña de colillas y cigarrillos desechos. En algún momento de mi incursión, inclinó su cabeza hacia mí, arqueando una descolorida ceja. —Hijo, si consigues acercarte un poco más, vamos a necesitar un acuerdo prematrimonial. Yo aparentaba unos cuarenta años, y no me resultaba agradable que me llamase “hijo”, pero al mirarle a los ojos comprendí que tenía la suficiente edad real como para llamarme “hijo” las veces que quisiera. Retrocedí un poco y me disculpé. Encendió un cigarrillo y expulsó una humareda densa y acre sobre la cabeza del barman. —No te preocupes; probablemente estoy un poco sobre acostumbrado al espacio personal. Era incapaz de recordar la última vez que oí a alguien en todo el mundo hablar de espacio personal. Con la tasa de mortalidad igual a cero, y la de natalidad en no cero el mundo se estaba convirtiendo inexorablemente en una tupida moqueta de personas, aún cuando la emigración y el cabeceo reducían drásticamente la población. —¿Has estado de paseo? —pregunté. Pero su mirada era demasiado incisiva como para haber perdido el tiempo en la experiencia del cabeceo. Se rió quedamente. —No señor, no yo. Pertenezco a la clase de macho cabezón que solo te encuentras una vez en la vida. Irse de paseo es un juego; yo necesito trabajo —su vaso tintineó como contrapunto. Me tomé un momento para invocar la pantalla HUD con su puntuación Whuffie. Tuve que ampliar la ventana, tenía demasiados ceros como para medirlos con mi dispositivo estándar. Intenté hacer como que no pasaba nada, pero se dio cuenta del rápido movimiento de mis ojos y de su involuntaria dilatación; intentó sin éxito quitarle valor a aquello, pero renunció y mostró una sonrisa orgullosa. —Procuro no prestarle demasiada atención, alguna gente es demasiado agradecida —. Debió percibir de nuevo el movimiento de mis ojos para deslizar su historial Whuffie—. Espera, deja de hacer eso, te lo contare si de verdad quieres saberlo. —Maldita sea, ¿sabes? es tan fácil acostumbrarse a la vida sin hipervínculos. Piensas que los echarías de menos, pero no lo haces. Entonces conectó para mí. Era un misionero -uno de aquellos moradores del límite- que actuaban como emisarios de Sociedad Bitchun en los oscuros rincones del mundo dónde, por alguna razón, la gente quería morir, pasar hambre o ahogarse con desechos petroquímicos. Era increíble que aquellas comunidades sobrevivieran más de una generación; en el ideal de la Sociedad Bitchun, normalmente sobrevivimos a nuestros detractores. Los misioneros por norma general no tenían una alta tasa de éxitos: tienes que ser terriblemente convincente para hacer pasar por el aro a una cultura que ha resistido con éxito casi un siglo de propaganda continua, pero cuando conviertes a todo un pueblo, te haces con todo el Whuffie que ellos puedan aportar. A menudo, los misioneros acababan siendo recuperados desde un backup después de dejar de recibir noticias suyas durante una década más o menos. Nunca había conocido a uno en persona. —¿Cuántas misiones con éxito has tenido? —pregunté. —Imagínate, ¿eh? Acabo de finalizar la quinta en veinte años; unos contrarrevolucionarios ocultos en el viejo Centro de Defensa Aeroespacial de Cheyenne Mountain, aún seguían allí después de una generación—. Se acarició la barba con la punta de los dedos— sus padres acabaron allí después de que se esfumaran los ahorros de su vida, y no necesitaban usar tecnología más avanzada que la de un rifle; aunque de esos tenían de sobra. Entonces empezó a contar una historia fascinante, acerca de cómo lentamente se ganó la amistad de los montañeses, y cuando empezaron a confiar en él, fue infiltrando sutilmente sus beneficiosos métodos: introduciendo Energía Libre en sus invernaderos, después una o dos cosechas transgénicas, y finalmente curando un par de muertes; así fueron avanzando lentamente hacia la Sociedad Bitchun hasta que no pudieron recordar por qué no habían querido formar parte de ella desde el principio. Ahora la mayoría estaba fuera del mundo, explorando los límites del juego con energía y provisiones ilimitadas, cabeceando, caminando a través de los áridos eones. —Supongo que fue una conmoción demasiado grande para ellos como para quedarse en el mundo. Nos veían como el enemigo, ¿sabes?, tenían toda clase de planes previstos para cuando los invadiésemos: dientes huecos para suicidarse, trampas de colegiales, puntos de retirada y reagrupamiento para los supervivientes… No podían dejar de odiarnos, aún cuando nosotros ignorásemos su existencia. Fuera del mundo, pueden pretender que, a pesar de todo, siguen viviendo de forma áspera y ruda—. Se masajeó de nuevo el mentón, acariciándose la barba con dedos callosos—pero para mí, la verdadera vida dura está aquí, dentro del mundo. Cada pequeño enclave es como una historia alternativa de la Humanidad, ¿qué hubiera pasado si hubiésemos tomado la Energía Libre, pero no el cabeceo? ¿Y si hubiésemos cogido el cabeceo, pero solo para los enfermos terminales, no para la gente que no quiere aburrirse en un largo viaje en autobús? ¿O sin hipervínculos, sin adhocracia, sin Whuffie? Cada uno de ellos es diferente y maravilloso. Tengo el estúpido hábito de discutir por placer, y me encontré diciendo: —¿Maravilloso? Oh, seguro, nada tan refinado como… hum, déjame ver, la muerte, el hambre, el frío, el calor insoportable, asesinatos, barbarie, ignorancia, dolor y miseria. Estoy seguro de que lo echamos de menos. El Incombustible Dan resopló. —¿Acaso crees que un yonqui echa de menos la sobriedad? Golpeé el suelo. —¡Hola!, ¡ya no existen los yonquis! Encendió otro cigarrillo. —Pero sabes lo que es un yonqui, ¿no? Los yonquis no echan de menos la sobriedad porque no recuerdan como era todo de nítido, cómo el dolor hacía más dulce el placer. Nosotros somos incapaces de recordar cómo era trabajar para ganarse el sustento; de preocuparnos de que quizá no hubiera suficiente porque podíamos ponernos enfermos o ser atropellados por un autobús. No recordamos cómo era arriesgarse, y seguro como la mierda que no recordamos lo que teníamos que pagar por ello. Tenía algo de razón. Aquí estaba yo, tan sólo en mi segunda o tercera adultez, preparado para dejarlo todo y hacer algo, cualquier otra cosa. Él tenía razón, pero no estaba dispuesto a admitirlo. —Eso es lo que tú dices. Yo asumo un riesgo cuando empiezo una discusión con un desconocido en un bar, cuando me enamoro… ¿Y qué me dices de los cabeceadores? ¡Conozco a dos personas que acaban de convertirse en cabeceadores por diez mil años! Dime si eso no es arriesgarse—. La verdad sea dicha, casi todo el mundo que había conocido en mis ochenta y tanto años, estaban cabeceando, de paseo, o simplemente perdidos. Eran tiempos solitarios. —Hermano, eso es cometer medio suicidio. Por el camino por el que vamos, serán afortunados si nadie apaga el interruptor cuando llegue la hora de reanimarlos. Por si no te has dado cuenta, se está poniendo la cosa un poco apretada por aquí. Lancé un gruñido de condescendencia y me sequé la frente con una servilleta del bar, el Yep era brutalmente caluroso en las noches de verano. —Oh, tan solo cómo estaba el mundo ligeramente abarrotado hace cien años, antes de la Energía Libre. Cómo estaba a un paso de caer en el efecto invernadero, o de sufrir una crisis nuclear; cómo estaba demasiado frío o demasiado caliente. Nos las arreglamos entonces, y nos las arreglaremos de nuevo cuando llegue el momento. Puedes apostar a que estaré aquí dentro de diez mil años, pero creo que lo haré por el camino largo. Inclinó su cabeza de nuevo, pensativo. Si hubiese sido cualquiera de los otros estudiantes, habría supuesto que estaba rastreando en busca de algunos datos de refuerzo con los que sostener su siguiente asalto. Pero con él, sabía que estaba meditando sobre ello, a la vieja usanza. —Creo que si siguiese aquí dentro de diez mil años me volvería loco de remate. ¡Diez mil años, amigo! Hace diez mil años, la tecnología más avanzada era una cabra. ¿De verdad crees que serás algo humanamente reconocible dentro de cien siglos? No estoy interesado en convertirme en una post—persona. Tengo la intención de levantarme un día, y decir “Bien, creo que ya he visto lo suficiente” y ese será mi último día. Veía a dónde quería llegar con eso, y dejé de prestar atención mientras preparaba mi respuesta. Posiblemente debí haber prestado más atención. —¿Pero por qué? ¿Por qué no simplemente cabecear durante unos pocos siglos, ver si hay algo que te llame la atención, y si no, volver a dormir unos pocos más? ¿Por qué hacer algo tan rotundo? Me avergonzó una vez más al hacer gala de su pensamiento acerca de eso, haciéndome sentir con la labia de un cobarde medio borracho. —Supongo que por que nada más lo es. Siempre he sabido que algún día pararía de moverme, de buscar, de caminar, y lo habría hecho todo. Llegará el día en el que no me quede nada por hacer, excepto detenerme.
En el campus le llamaban el Incombustible Dan, debido a su presencia vaquera, y a su estilo de vida, y por que, de alguna manera, siempre tomó parte en todas las conversaciones que tuve en los siguientes seis meses. Sondeaba su Whuffie de vez en cuando, y advertí que iba incrementándose constantemente, conforme acumulaba cada vez más admiración de la gente que conocía. Yo malgasté estúpidamente gran parte de mi Whuffie -todos los ahorros provenientes de las tres sinfonías y de las tres primeras tesis- bebiendo estúpidamente en el Yep, acaparando las terminales de la biblioteca y acosando a los profes, hasta que gasté todo el respeto que cualquiera me hubiese proporcionado. De cualquiera excepto Dan, quién, por alguna razón, me soportaba en cenas, de cervezas, o en el cine. De alguna manera sentía que era alguien especial; no todo el mundo tenía un camarada tan exótico como el Incombustible Dan, el legendario misionero que visita lugares inaccesibles para la Sociedad Bitchun. No podía decir con seguridad por qué andaba conmigo. Mencionó una o dos veces que le gustaban mis sinfonías, y que había leído mi tesis de Ergonomía sobre cómo aplicar el control de masas de los parques temáticos en asentamientos urbanos, y que le había gustado mi idea. Pero creo que todo se reducía a que lo pasábamos bien discutiendo constantemente el uno con el otro. Le hablaba de la vasta alfombra que se desenrollaba delante de nosotros que era el futuro, de la certeza de que algún día encontraríamos inteligencias alienígenas, de las fronteras inimaginables que se abrían ante cada uno de nosotros. Él me replicaba que el cabeceo era un fuerte indicador de que las reservas personales de introspección y creatividad estaban secas; que sin lucha no habría verdaderas conquistas. Había una buena discusión, que podríamos tener miles de veces sin llegar a un acuerdo. Le concedía que el Whuffie retomaba la verdadera esencia del dinero: antiguamente, si te arruinabas, pero conservabas el respeto, no te morías de hambre; por el contrario, si eras rico y odiado, ninguna suma podía comprar tu paz y seguridad. De modo que midiendo la cosa que el dinero realmente representa -tu capital personal con tus amigos y vecinos- evaluabas con mucha más seguridad tu prosperidad. Entonces él me guiaba sutil, cuidadosamente, hacia un camino con trampa, y admitía que sí, que vale, que quizá algún día encontraríamos especies alienígenas con salvajes y fabulosas formas, pero que, por ahora, había una ligeramente depresiva homogeneidad en el mundo. En un hermoso día de primavera defendí mi tesis ante dos humanos encarnados, y un profe, cuyo cuerpo estaba fuera para el reacondicionamiento, y su conciencia estaba presente vía audífono desde el ordenador en el que estaba reposando. Les gustó a todos. Recogí mi diploma, y salí a la caza de Dan en las dulces y aromatizadas calles. Se había ido. El tutor de Antropología al que había estado torturando con sus anécdotas de guerra dijo que habían acabado esa mañana, y que se había ido a la amurallada ciudad de Tijuana, para ponerles los pies en el suelo a una división de marines de los Estados Unidos que se habían asentado allí y se habían aislado de la Sociedad Bitchun.
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